"Quisimos preservar la memoria y no logramos más que aniquilarla" repetía mi padre. Para él nada tuvo en el mundo tanto poder de sugestión como aquella misteriosa sustancia, volátil y nerviosa, que fue conocida como la tinta del olvido. Se jactaba de haber escrito con ella y se lamentaba de haber sido uno de sus fanáticos; pasó los últimos años de su vida trazando garabatos con la inefable pluma de ganso, que remojaba una y otra vez en esencias vegetales preparadas por él mismo con la corteza de los árboles del patio.
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